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Foto del escritorCynthia Híjar

Una y otra vez...

Hace unos siete años, cuando estaba todavía en la escuela de danza, cubrí a mi amiga Adriana Segovia en un taller en el Faro de Aragón. Estaba dirigido a grupos de edades de 5 a 11 y de 11 a 16, más o menos, pero había pirinolitas muy de esas que son miniaturas antropomorfas que te dejan enternecida para siempre. Después de muchos esfuerzos de mi parte y de la suya para sobrevivirnos en el proceso, montamos una coreografía en la que iban a bailar para un público alegre de papás y mamás de mi edad, supongo. En el ensayo general que tuvimos unos días antes de la función, detrás de unas mamparas que nos resguardaban de las luces de colores y de esa boca abierta que es cualquier escenario, por muy improvisado que sea, una de mis alumnas más pequeñitas me miró directo a los ojos y me dijo ¿Maestra, estoy soñando?

Así se siente bailar, le respondí con todo el orgullo del mundo.


Hay noches, como la de hoy, en las que tengo que regresar a ese recuerdo porque esa boca abierta que es el escenario tiene detrás de sí una fiera que todavía no sé cómo calmar. Llevo tantos años rodeándola y tratando de alimentarla que de vez en cuando pienso que quizás lo más fácil sea dejar de intentarlo. Siendo muy honesta, no tengo mayores expectativas sobre lo que voy a terminar haciendo con ella. Muchas veces me ha repetido que el momento de ser estrella no es en esta vida, que llegué tarde a su amor, que las cosas no son tan fáciles y que las historias de éxito no le tocan a personalidades como la mía, maleducadas cuando conviene y sobrecapacitadas cuando hay que servir, pero sobre todo, con nulo abolengo, y lo que es peor, con una fecha absoluta de expiración.


Cada vez que recuerdo todas las calles que transité y cómo corría de metro a metro entre escuelas y ensayos con una lata de atún en la mano siento un poco de lástima. No sé si hubiera sido mejor estudiar una ingeniería y dejar de pensar que tenía sentido seguir intentando. ¿Qué es lo que me tiene entonces, todavía, aquí? Cruzando la ciudad para ir a un ensayo y haciendo sonidos y gestos a las tres de la mañana en mi sala en lugar de dormir y hacer algo de provecho? Se me acabaron los pretextos de heroína. He visto a mucha gente beneficiarse de mis sacrificios, alzar el cuello a costa de lo que comparto y todavía sigo aquí, aferrada a ese lugar en el que, por un momento, absolutamente todo el universo que tengo adentro adquiere sentido. Todo el dolor. Toda la guerra. Todo el caos, el ruido, la aleatoriedad y el desorden que me conforma. No hay manera de esconderme. Me subo a ser devorada y por un momento, como decía Sergio antes de dar función, el tiempo soy yo.


A veces me gustaría poder decir que no hago lo que hago por crear otras historias, ni por hacerle justicia a nadie. Me gustaría que mi propia voluntad de ser esta imbécil emplumada y con lentejuelas una vez cada cierto tiempo fuera explicación suficiente para subirme a unas tablas y enseñar un poco de lo que tengo adentro. Me gustaría decir que este oficio trae machucones y que todos los días me duelen el alma y el cuerpo, y que cuando vuelva a nacer, lo voy a aprender otra vez.


También me gustaría dejar una constancia, por si vuelvo a nacer, y contarme a mí misma siendo quizás más joven, que los sueños se rompen, y que eso está muy bien, porque de esa pedacería salen más historias y de esas cortadas que te haces al recogerla salen nuevas formas de decir. Yo no nací para esto, tal vez nací para actuaria o ingeniera o diputada, pero aquí estoy, por el puro gozo que me brinda saber que todo lo que hago en estas tablas es muestra de mi voluntad, de que ningún sueño roto, por punzocortante y pútrido que sea, es capaz de matar mi anhelo de ser una necia, una contradicción, un chiste, una vuelta de tuerca, un estereotipo, un cliché, un abrazo, otro sueño, una vedette. Un momento en el que soy capaz de encarnar el placer.


Un abrir y cerrar de ojos.


Una fuerza de la naturaleza dispuesta a intentarlo. Una, tras otra, tras otra vez.



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